martes, 17 de noviembre de 2009

I. El mar del tiempo

Aquí estoy, flotando en el mar del día... marejadas de horas me separan de la orilla de la noche pasada y de la noche futura.
De alguna forma voy tirando al mar del tiempo pequeños leños de actividades insulsas, para no perecer ahogado por los minutos vacíos.
¿Quién lo diría? Yo, tan activo. Tan activo que llegaba a casa rendido, sin más ánimo que para dormir. Yo, de quien decían mis amigos que era adicto al trabajo. Yo, que era capaz de sonarme jornadas de 15 o 16 horas. Yo, que día tras día me levantaba para llevar a mis hijos a la escuela. Que noche tras noche los saludaba, les hacía alguna caricia mal recibida por su arisca adolescencia, en alguna ocasión les ayudaba con sus tareas y a veces todavía tenía ánimo para desnudarme bajo las sábanas y en silencio (para no despertar a los niños) sentir tu piel.
¿Quien lo diría?
Ahora, en la orilla del tiempo, no hay mas que una casa vacía. Vacía de hijos. Vacía de cosas. Vacía de tí, también.
Antes hubo otro tiempo que apenas recuerdo. Eso era antes de zarpar al mar del tiempo. Eso era cuando habitaba el confortable puerto de lo cotidiano, al que me mantenía atado la urdimbre de pequeñas (y a veces odiadas) rutinas diarias.
Y ahora, ¿quien lo diría? pasan las horas, pasan los días, y yo sigo viviendo entre paréntesis, sin pertencer ni al pasado ni al futuro, ni al aquí ni al allá.
Pero quizá deba empezar por el principio. Por el día del terror.

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