martes, 22 de diciembre de 2009

III. Interludio número I

Escapar de todo. Huir
Explicitar mi soledad.
Gritar ¡Basta!
y huir.
Aislado del mundo
por los cristales del automóvil.
Abandonar el puerto seguro
Navegar en el alta mar de los desencuentros.
Sin amarras.
Sólo para añorar otro puerto...

A veces se engaña al alma con mil y un pequeñas actividades
igual que se engaña al hambre con migas de pan.
Actividades que no nutren, que aislan.
Aislar.
Curioso verbo
Aislarse. Volverse isla.
O quizá siempre lo fui.

Navegar.
Recordar la amargura de los amores perdidos.
Recordar la nostalgia de los amores vislumbrados,
intuidos apenas.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

II. EL día del terror. Historia de una extorsión

 Sonó el teléfono en la pequeña tienda de material que yo administraba sobre Av. División del Norte, en una zona con mucha competencia en el ramo, pero por lo mismo con un buen flujo de clientes.
Dejando de atender por un segundo al cliente que se encontraba en el mostrador, me disculpé y contesté:
-¿Bueno?
- ¿Silverio Serrano? ¿Hablo con Silverio Serrano?
-Si, señor. Para servirle.
-Escúchame hijo de la chingada. Me vas a depositar una lana...
No quise saber más y colgué el teléfono. No pasaron ni dos segundos, cuando ya había recibido en el celular varios mensajes de texto indicando con precisión donde estaban mis hijos, amenazando con hacerles horribles cosas si no accedía yo a la petición.
Volvió a sonar el teléfono.
"¡No contesten !" grité, lívido de terror y de impotencia. No hizo falta. La grabadora de voz tomó con claridad el mensaje con la misma voz de la primera llamada. Nuevas amenazas, y plazos perentorios.
Rápidamente logré ubicar a mis 4 hijos. Dos de ellos dormían en casa (ya había terminado el ciclo escolar) y pude localizar a los otros dos con prontitud. La información de su ubicación proporcionada por la voz era correcta.
Aunque hubiera querido correr con ellos, me pareció que eso los pondría en un peligro aun mayor. Así que llamé a un buen amigo que se encargó de llevarlos a casa, escoltados por sendas patrullas, y de instalar vigilancia en mi casa.
Estábamos a salvo... por el momento.
Nuevas llamadas, nuevos mensajes de texto (debo decir que, salvo la primer llamada, no contesté ninguna otra), exigiendo, amenazando.
No llevaba yo mucho tiempo trabajando en la tienda. Un par de años, si acaso; y aunque era yo el "mero mero" de la tienda, no dejaba de ser un empleado que cobraba un sueldo. Sueldo que alcanzaba para que mis hijos, mi esposa y mis padres vivieran algo más que decorosamente.
La cantidad de dinero que exigía el extorsionador no guardaba ninguna proporción ni con mi ingreso, ni con los ahorros que a duras penas había logrado juntar, a fuerza de economizar aquí y allá.
Además, el negocio había sido en otras épocas blanco de fraudes. Fraudes que yo, en alguna medida, había contribuido a detener. Por eso, supuse que si bien era yo el medio seleccionado, en realidad el objetivo era el negocio. Le llamé pues, al dueño del negocio -mi jefe- que además tenía algunas tiendas de ropa en el centro de la ciudad. Me desesperé al no encontrarlo. En algún momento me contestó sú secretaría, justo cuando llegó un mensaje de texto proporcionando la ubicación del menor de mis hijos. Perdí la cabeza -literalmente.
Al oir la voz en el teléfono se confundió mi cerebro, pensé que en realidad estaba hablando con mi esposa.
-Lo saben todo -grité en el teléfono- Lo saben todo.
Tranquilo, Silverio, Soy yo, Laura (la secretaria). Mi hija también se llama Laura y eso aumentó mi confusión.
Un zumbido agudo me perforaba los oidos, no podía yo pensar. No sabía que hacer.
Mi jefe envió a uno de sus guardias de seguridad para que me trasladara a la pequeña oficina que él tiene arriba de una de las tiendas.
Nuevos mensajes, ahora de voz (excepto la primera llamada, yo no había contestado el teléfono pero no me atrevía a apagarlo, con la idea estúpida de saber qué pensaban los criminales)...
Ahora los mensajes daban con precisión mi ubicación, aunque nadie me había seguido en el traslado. Eso me hizo concluir que contaban con informantes en la tienda de ropa o en la oficina.
Más mensajes, amenazas perentorias, exigencias. Exigencias que, además, no hubiera podido cumplir.
Las voces de los mensajes de voz -escuchadas por el personal de seguridad de la empresa- resultaron ser las mismas voces que en meses anteriores habían extorsionado -con éxito- a otra de las tiendas de materiales, después de herir de gravedad al empleado blanco de la extorsión.
Parecía que las amenazas iban en serio. Todo me daba vueltas.
Mientras tanto, un amigo y compañero de trabajo se había encargado de llevar a casa (escoltados por una patrulla) a mis dos hijos mayores, mientras mi esposa se encontraba ya en casa con los dos menores, vigilada por otra patrulla.
Llegué a casa, con el guardia que me había asignado y acordé con él que temprano nos recogería para llevarnos a algun sitio (no sabíamos en ese momento a donde ir.)
Claramente no podía yo ir a casa de alguno de mis hermanos o los de mi mujer, porque eso hubiera sido ponerlos en riesgo. No quería yo hablar con nadie porque no sabía qué medios utilizaban para rastrearme. ¿estaría intervenido mi teléfono celular? ¿el teléfono de mi casa?
Reservé vuelos a EEUU, a San Francisco. En parte porque allí viven algunos buenos amigos, y en parte porque, si iba sacar de cuajo de sus vidas a mis hijos, por lo menos que fuera en un lugar interesante...
Por otro lado, el simple hecho de estar del otro lado de la frontera, me daba una sensaciónde seguridad. Sensación que empezó como un gran alivio al cruzar el arco detector de metal del aeropuerto.
Al menos en la zona de pasajeros no podrían disparar.
Al aterrizar en San Francisco, dos sensaciones abarcaban mi conciencia:
La de estar en terreno seguro, y la sensación de haber perdido algo.
Conforme pasaban los días, me dí cuenta de que nada iba a ser como antes. Yo no iba a regresar a tener ese empleo. No regresaría a la ciudad de México. Perdería mis amigos, mis hermanos, mis padres ya ancianos. Mis hijos perderían sus escuelas, sus amigos, su tranquilidad. Perdíamos ademas nuestro futuro.
De alguna forma, se abría un paréntesis en nuestras vidas. Paréntesis que no sabríamos cómo ni cuando se cerraría. Paréntesis de navajas que nos terminaría hiriendo en lo más profundo.
Gracias a Dios, me decía alguien, que no lograron hacerte daño.
Sólo atiné a contestar. "No. Solo me robaron mi vida."

martes, 17 de noviembre de 2009

I. El mar del tiempo

Aquí estoy, flotando en el mar del día... marejadas de horas me separan de la orilla de la noche pasada y de la noche futura.
De alguna forma voy tirando al mar del tiempo pequeños leños de actividades insulsas, para no perecer ahogado por los minutos vacíos.
¿Quién lo diría? Yo, tan activo. Tan activo que llegaba a casa rendido, sin más ánimo que para dormir. Yo, de quien decían mis amigos que era adicto al trabajo. Yo, que era capaz de sonarme jornadas de 15 o 16 horas. Yo, que día tras día me levantaba para llevar a mis hijos a la escuela. Que noche tras noche los saludaba, les hacía alguna caricia mal recibida por su arisca adolescencia, en alguna ocasión les ayudaba con sus tareas y a veces todavía tenía ánimo para desnudarme bajo las sábanas y en silencio (para no despertar a los niños) sentir tu piel.
¿Quien lo diría?
Ahora, en la orilla del tiempo, no hay mas que una casa vacía. Vacía de hijos. Vacía de cosas. Vacía de tí, también.
Antes hubo otro tiempo que apenas recuerdo. Eso era antes de zarpar al mar del tiempo. Eso era cuando habitaba el confortable puerto de lo cotidiano, al que me mantenía atado la urdimbre de pequeñas (y a veces odiadas) rutinas diarias.
Y ahora, ¿quien lo diría? pasan las horas, pasan los días, y yo sigo viviendo entre paréntesis, sin pertencer ni al pasado ni al futuro, ni al aquí ni al allá.
Pero quizá deba empezar por el principio. Por el día del terror.