Tiembla. El temblor "me agarró" en un décimo piso, sobre avenida Reforma. No es el primero que me toca trabajando en esas alturas, ni en esa zona. Tampoco es que el que he sentido más fuerte, dentro de la subjetividad de esa percepción.
Al bajar no se veía destrucción. Sí, unas cuantas fachadas descarapeladas y nada mas.
Pasan los minutos y nos vamos enterando, como hace 32 años, de la magnitud de la tragedia.
Sí, se cayeron menos edificios. Pero para quienes estaban allí, la magnitud de la tragedia es la misma.
La muerte de seres queridos, la agonía de la muerte en solitario...
Y hoy, como hace treinta y dos años, la movilización. Ahora mas comunicada. Quizá por lo mismo menos organizada.
Hace treinta y dos años cayó un edificio a una cuadra de mi casa, en la Narvarte. Cogí mi bicicleta y me fui al depósito de maquinaria de ICA, en la Escandón, a conseguir maquinaria.
No lo logré. La maquinaria había sido despachada a otros sitios de derrumbe.
Hace treinta y dos años cada quien veía la tragedia en su dimensión mas local: mis vecinos están allí abajo de los escombros.Hoy, esa misma tragedia tomó inmediatamente su dimensión a través de las comunicaciones electrónicas que, afortunadamente, no se cortaron.
Lo primero, localizar a la familia. Mis hijos y mi esposa bien. Mis papás, octogenarios, no respondían. Empiezo a oír rumores o noticias de edificios caídos en Narvarte, en Concepción Béistegui, donde ellos viven.
Me lanzo en esa dirección: en ecobici llegaré rápido. No es así. No hay servicio de ecobici. Empiezo a caminar. Conforme avanzo veo edificios muy dañados pero no colapsados, Me preocupo un poco menos. Logro comunicarme con mis papás faltando menos de un kilómetro para llegar a su casa. Están bien. Sólo asustados.
Llega también mi hermano Sergio. comemos en familia, mientras tratamos de actualizarnos: no hay luz, no hay señal de celular. Sabemos poco.
Al poco rato, llegan unos muchachos en bici, cargados de tambos de agua: se cayó un edificio en Eje Central.
Vamos. Cuando llegamos, están los vecinos (cientos de ellos), removiendo escombros. Otros, sirviendo a los rescatistas: agua, algún refresco...
Los más observando. No es curiosidad. No es morbo. Es querer ayudar y ver que hemos llegado tarde. Que en ese momento hay poco que hacer, salvo no estorbar. Nos retiramos, pensando en guardar fuerzas para el relevo del día siguiente.
Mis hijos tienen la edad que yo tenía en el temblor pasado. Mi hija Mariana sale al día siguiente a las 5 de la mañana para ponerse a disposición. Me da susto, y me llena de orgullo.
Mi hijo Cristóbal y yo vamos a San Gregorio, en Xochimilco donde- nos dicen hacen falta manos. compramos algunas herramientas y guantes en la tlapalería. Me doy cuenta de que están vendiendo la herramienta y los guantes, a su costo. Es su forma de cooperar
Veo a gente de todas condiciones sociales comprando y llevando cosas.
La ayuda (o la intención de ayuda) desborda la ciudad.
A ratos, sólo siento una inmensas ganas de llorar. Se mezclan en mi mente las escenas de la tragedia de hace 32 años. Y veo cómo a estos jóvenes no les hace falta el liderazgo de nosotros los casi-viejos.
Ellos tienen su propio liderazgo. Yo lo sigo. Hago lo que me indican y no hago el menor intento de usurpar un liderazgo que ya no es mío.
Me llena de consuelo ver que México existe, a pesar de los políticos corruptos. A pesar de los que han hecho su dinero explotando las vidas de otros.
Veo a los jóvenes ricos codo a codo con los hijos de obreros. Ojalá este temblor haya sacudido no sólo nuestras casas, sino nuestras conciencias, y nos demos cuenta de lo mucho que podemos.
De lo mucho que nos podemos querer si lo intentamos. De lo mucho que estamos en deuda unos con otros